Noviembre, es otoño, estación de nostalgias y esperanzas
El año corre y las estaciones se suceden dejando su lenguaje y su enseñanza propios. Santos Urías reflexionó la vida y, detenido en cada estación y su lenguaje, encontró “palabras para un duelo”.
Es otoño, otoño de olor a leña, de tierra mojada y el instinto te anima a buscar ese rincón que resguarda de las temperaturas frías y hacer un viaje por la melancolía, para escuchar esas canciones que, inspiradas en el otoño, tienden a jugar con la nostalgia e invitan a soltar o dejar atrás aquello que nos pesa contemplando la lluvia al otro lado del cristal.
Quizás por ello, al hablar del otoño con mi amiga de cinco años me comenta que a ella no le gustaba el otoño. No sabe darme una respuesta, solo sigue jugando, saltando y diciendo “no lo sé, pero no me gusta el otoño”. Me queda la pregunta, como otras muchas que recorren la vida y sigo mirando al otoño.
Para la mirada, al contemplarlo, los árboles funcionan como espejo, hay sensación de desprendimiento, puede que de melancolía pesimista, pero la variedad de sus tonos visuales es también una invitación a vivir con intensidad, a seguir ";con el viejo cariño que nos queda";, a disfrutar de la belleza y los sentimientos mientras aún quedan rastros de calidez y luz.
Es el otoño una estación de vida condensada, de la transitoriedad, de la partida de lo bello, o con la expresión de Juan Ramón Jiménez, de la «decadencia de hermosura».
Representan el desapego y la sabiduría de la naturaleza: dejar ir sin aferrarse. Esa decadencia de hermosura se vuelve bella mirada desde un cementerio, al caer la tarde un 2 de noviembre; los pies firmes en la tierra, los sentimientos a flor de piel y la mirada fija en el horizonte donde el sol baña los árboles del valle, con “las hojas áureas y las rojas, y, en la caída clara de sus hojas, se lleva al infinito el pensamiento. Qué noble paz en este
alejamiento de todo”. Fue en el cementerio de La Aldea donde recordé este fragmento de un poema de Juan Ramon Jiménez.
Pienso el otoño como ese tiempo para una mirada tranquila y serena a la naturaleza, parte integral de nuestra vida y espacio de múltiples significaciones. Brinda infinitos regalos y se instala como el único lugar donde lo humano es capaz de reencontrarse consigo mismo.
En otoño se hace inevitable pensar en el transcurrir del tiempo y en el ciclo de la vida. Una mirada reflexiva hacia el interior quizás nos haga sentir el no estar al lado de las personas que amamos y encontrar, en el otoño, aquello que se busca y que se vive, el amor, por presencia o por ausencia.
En “presencia” para enfrentarnos juntos al frío denso del invierno, mantener el calor de sueños y proyectos y contemplar la vida aprovechando cada momento. En “ausencia” sintiendo que “no hay palabras” y que el silencio puede hablarnos de “felicidad imperfecta”, pero felicidad.
Es otoño y noviembre nos regala un tiempo para recuerdo de los que se fueron, para ir decorando un hueco en ese lugar del corazón donde ellos se hacen eternos y nosotros seguimos la vida, un tiempo para agradecer su presencia en nuestra vida como el gran regalo que tuvimos la suerte de disfrutar su presencia y agradecer en ausencia.
Noviembre, en otoño, nos regala la oportunidad de contemplar en unos días la vida, la naturaleza y su propio lenguaje musitando el poema de Juan Ramón Jiménez: “En una decadencia de hermosura, la vida se desnuda, y resplandece la excelsitud de su verdad divina”. Sigue siendo un tiempo para amarrar la vida al ancla de la esperanza.
Artículo escrito por Abilio Fernández, responsable del Servicio de Atención Espiritual y Religiosa (SAER) del Hospital San Juan de Dios de León, con motivo del Día de Todos los Santos.
El año corre y las estaciones se suceden dejando su lenguaje y su enseñanza propios. Santos Urías reflexionó la vida y, detenido en cada estación y su lenguaje, encontró “palabras para un duelo”.
Es otoño, otoño de olor a leña, de tierra mojada y el instinto te anima a buscar ese rincón que resguarda de las temperaturas frías y hacer un viaje por la melancolía, para escuchar esas canciones que, inspiradas en el otoño, tienden a jugar con la nostalgia e invitan a soltar o dejar atrás aquello que nos pesa contemplando la lluvia al otro lado del cristal.
Quizás por ello, al hablar del otoño con mi amiga de cinco años me comenta que a ella no le gustaba el otoño. No sabe darme una respuesta, solo sigue jugando, saltando y diciendo “no lo sé, pero no me gusta el otoño”. Me queda la pregunta, como otras muchas que recorren la vida y sigo mirando al otoño.
Para la mirada, al contemplarlo, los árboles funcionan como espejo, hay sensación de desprendimiento, puede que de melancolía pesimista, pero la variedad de sus tonos visuales es también una invitación a vivir con intensidad, a seguir ";con el viejo cariño que nos queda";, a disfrutar de la belleza y los sentimientos mientras aún quedan rastros de calidez y luz.
Es el otoño una estación de vida condensada, de la transitoriedad, de la partida de lo bello, o con la expresión de Juan Ramón Jiménez, de la «decadencia de hermosura».
Representan el desapego y la sabiduría de la naturaleza: dejar ir sin aferrarse. Esa decadencia de hermosura se vuelve bella mirada desde un cementerio, al caer la tarde un 2 de noviembre; los pies firmes en la tierra, los sentimientos a flor de piel y la mirada fija en el horizonte donde el sol baña los árboles del valle, con “las hojas áureas y las rojas, y, en la caída clara de sus hojas, se lleva al infinito el pensamiento. Qué noble paz en este
alejamiento de todo”. Fue en el cementerio de La Aldea donde recordé este fragmento de un poema de Juan Ramon Jiménez.
Pienso el otoño como ese tiempo para una mirada tranquila y serena a la naturaleza, parte integral de nuestra vida y espacio de múltiples significaciones. Brinda infinitos regalos y se instala como el único lugar donde lo humano es capaz de reencontrarse consigo mismo.
En otoño se hace inevitable pensar en el transcurrir del tiempo y en el ciclo de la vida. Una mirada reflexiva hacia el interior quizás nos haga sentir el no estar al lado de las personas que amamos y encontrar, en el otoño, aquello que se busca y que se vive, el amor, por presencia o por ausencia.
En “presencia” para enfrentarnos juntos al frío denso del invierno, mantener el calor de sueños y proyectos y contemplar la vida aprovechando cada momento. En “ausencia” sintiendo que “no hay palabras” y que el silencio puede hablarnos de “felicidad imperfecta”, pero felicidad.
Es otoño y noviembre nos regala un tiempo para recuerdo de los que se fueron, para ir decorando un hueco en ese lugar del corazón donde ellos se hacen eternos y nosotros seguimos la vida, un tiempo para agradecer su presencia en nuestra vida como el gran regalo que tuvimos la suerte de disfrutar su presencia y agradecer en ausencia.
Noviembre, en otoño, nos regala la oportunidad de contemplar en unos días la vida, la naturaleza y su propio lenguaje musitando el poema de Juan Ramón Jiménez: “En una decadencia de hermosura, la vida se desnuda, y resplandece la excelsitud de su verdad divina”. Sigue siendo un tiempo para amarrar la vida al ancla de la esperanza.
Artículo escrito por Abilio Fernández, responsable del Servicio de Atención Espiritual y Religiosa (SAER) del Hospital San Juan de Dios de León, con motivo del Día de Todos los Santos.



































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